domingo, 21 de abril de 2019

EN EL CENTENARIO DE EL NIÑO RIVERA (18 de abril de 2019)
( Entrevista que data de octubre de 1979 y apareció publicada en 2004 en el libro  MARTA VALDÉS/Donde vive la Música (Ediciones UNIÓN) 
Al Niño Rivera me dirigí con gran soltura. Éramos compadres desde 1957, episodio mágico que la vida me concedió y que por primera vez pasa a ser de dominio público desde estas páginas. Claro que en esa fecha yo lo conocía solo  –literalmente- "de oído". ¿Quién no había disfrutado, entre nosotros, de su Jamaiquino? Su nombre llegó a mí a finales de los cuarenta o comienzos de los cincuenta, de la mano de un gran amigo que era fanático de las grabaciones del Conjunto que él dirigía; sus discos tenían buenos índices de venta y en las fiestecitas bailables que organizaba mi vecina y maestra de guitarra, Francisqueta Vallalta, aquí en Almendares, se alternaban con gusto los éxitos del momento que habían puesto en órbita los Jóvenes del Cayo y el Niño Rivera entre otros conjuntos de actualidad. No me podía imaginar sentada a la mesa de este grande de la música cubana a quien vi por primera vez cuando fui invitada por un amigo  a la grabación de un disco de buen feeling en las voces de Olga Rivero y Pepe Reyes, con arreglos de Enriqueta Almanza y del Niño. Allí lo conocí, imponente en su estatura, con su enorme tabaco y más silencio que palabras, sobre el podium del legendario Estudio 3 de Radio Progreso. No me perdí una sola sesión de grabaciones y uno de aquellos días me lo presentaron en un momento de receso en que todo el mundo lo felicitaba porque acababa de ser papá de una niña. Me sumé a la felicitación y, al final de la sesión, mi amigo me propuso que oficiara, junto con él, como madrina de la pequeña Gloria. Pocas, poquísimas cosas en la vida, me han hecho sentir tan honrada como la posibilidad de entrar en el reino de un músico de la grandeza de Andrés Echevarría Callava, el “Niño Rivera”.
La ceremonia se efectuó en la iglesia de Santa Bárbara, en el reparto de Párraga. La niña había nacido poco antes, el 20 de abril de 1957.  Su madre, Elisa Portal, era una bella joven, aficionada a cantar con una cálida voz y una gran versatilidad y, con los años, pudo hacer carrera en La Habana y hasta grabar un disco acompañada por el guitarrista Roberto Guyún. Vivían, en el momento en que los conocí, en un espacio diminuto que ella mantenía pulcro y ordenado, reluciente como un palacio. Al fondo, un enorme patio de tierra servía para que los amigos del músico se reunieran a descargar y, en más de una ocasión, disfruté de un chilindrón de chivo que mi comadre preparaba y que hacía cerrar con broche de oro la tarde del domingo.
Me convertí en asidua de aquel hogar, desde la fiesta del bautizo. Me sentía importante escuchando tan cerca a Jorge Mazón, Pepe Reyes, Roberto Guyún, Pablo Reyes, Armando Guerrero (Armandón), Armando Peñalver y --por supuesto-- a mi compadre, a quien llegué a poder disfrutar en un dúo con el tresero Neneíto pero, sobre todo, cantando sus propios, inigualables boleros. Mi comadre me enseñó a tomar una especie de ponche que hacía y que, según ella afirmó y pude luego comprobar, abría el apetito. Era a base de jugo de naranja y aguardiente y lo llamaba “chinguirito”. Me convertí en asidua de la calle Estrella entre Pinar del Río y Yumurí. En lo adelante, nos trataríamos de “comadre” y “compadre” el Niño y yo,  y nos hablaríamos de “usted”  para siempre. Por ley natural, me acerqué a él  en busca de sus historias, de su nobleza y su sabiduría


Compadre ¿cómo fue que usted se empató con un tres la primera vez?
Es una historia un poco graciosa.  Yo estaba en Pinar del Río con mi difunto tío que era un gran tresero.  Él tenía un septeto -no conjunto-.  Él vivía en la calle Isabel la Católica en Pinar del Río.  Yo era pequeño, creo que tenía 5 o 6 años.  Ellos ensayaban casi todos los días.  Entonces, con la continuación de irme fijando en mi tío, un día que se fue para la calle yo agarré el tres, empecé a ponerle los dedos y noté que me había salido algo y me embullé.  Mi tío era carpintero y casi todos los días se levantaba e iba a la ferretería de Canosa a comprar materiales (cola, puntillas, alguna herramienta que le hiciera falta) y yo aprovechaba en ese momento y me encaramaba en una silla y descolgaba el tres que estaba en un clavo en la pared y me metía debajo de la cama.  Entonces la señora de él varias veces al venir de la sala a la cocina (la casa de mi tío es muy grande) sentía tocando el tres.  Ella se dio cuenta de que era yo porque era la única persona que quedaba allí con ella, y un día le dijo a mi tío:  “oye, como toca tu sobrino, qué lindo toca”.  Entonces dícele mi tío:  “pero ¿ qué cosa?” Dice ella: “el tres, todos los días agarra el tres y se mete debajo de la cama a tocar”.  Entonces se pusieron en combinación; un día mi tío hizo el simulacro de que se iba a ir para la ferretería y yo agarré mi tres y me metí debajo de la cama.  La cama era de hierro, de esas antiguas, con aquellas sábanas muy grandes, muy anchas.  Entonces la sábana topaba con el suelo.  Yo, en la creencia de que nadie me iba a ver, me metía ahí a tocar, pero la señora de él me oía todos los días.  Entonces un día mi  tío hizo el paripé de que iba a ir para la ferretería y cuando más embullado yo estaba el hombre viró, y ya como él sabía debajo de qué cama yo me metía a tocar el tres, levanta la sábana y dice: “Ah, así que usted es el que me coge la guitarra para tocar, salga de ahí” y yo salí como una hoja, temblando. Entonces me dijo: “no, yo no le voy a hacer nada, yo lo que le voy a hacer una guitarra chiquita para que usted siga tocando”.  Bueno, ahí pasó el tiempo, pasaron como dos o tres meses y una de esas noches que estaba ensayando el grupo, él le dice a los compañeros del grupo: “Óiganme, ustedes no saben cómo toca el tres mi sobrino”. Me llamó para que tocara con el conjunto pero yo estaba de lo más guajiro, pero como yo le tenía tanto respeto, tanto insistió él hasta que tuve que coger el tres y tocar, y desde ese momento que me oyeron tocar los músicos, como a los tres días llega uno y le dice:  “ven acá... chico, ya tú estás un poco viejo.  ¿Por qué no dejas a tu sobrino tocando el tres y tú te retiras?”.  Y así fue, se retiró mi tío y yo me quedé tocando.
Con respecto al tres:  el tres, según la historia que cuenta Don Fernando Ortiz, es descendiente de un instrumento que trajeron los bantú de África.  Es un instrumento con tres cuerdas.  No tres cuerdas dobles como el tres.  Y según la historia de Fernando Ortiz parece que con el tiempo se le pusieron dos cuerdas dobles porque aquél tenía otra función que no era la de tocar; tocaba las cosas aquellas africanas.  El instrumento se ha ido introduciendo con el tiempo en nuestra música, tanto en el punto guajiro como en el son y, con inquietudes de que se convierta en un instrumento verdaderamente musical, yo he hecho unos estudios de acuerdo con mi experiencia y en conversación con algunos compañeros....... con asesoramiento del maestro Guyún, he iniciado la hechura de un Método para que el tres se use no solamente como un instrumento agregado sino como un instrumento con una forma oficial que se pueda utilizar en todo tipo de música cubana.  Estimamos que el tresero debe tener un mínimo de conocimientos de música para poder hacer una aplicación directa al tres.  El método a que yo me refería explica la procedencia del instrumento, su extensión, sus armónicos...   Entonces sus escalas mayores y menores con progresiones; después lecciones en forma de son para tocar son.

¿Lecciones compuestas por usted?

¿Se va editar en la EGREM?
Estamos en trámites de eso, porque me falta darle los últimos toques, algunas cosas que quiero  añadirle.
¿Quiénes son los treseros que usted considera más importantes en la música nuestra?
Bueno. Hay dos etapas.  Hay una etapa de cuando se tocaron nada más que montunos y después que se empezó a tocar el son pero en una forma de composición: los boleros.  El montuno lo trajeron los Permanentes de allá de Oriente, creo que fue cuando la guerrita de razas que fueron los Permanentes de aquí de La Habana allá y aprendieron a tocar son y ya cuando bajaron para acá para Occidente bajaron tocando son.  Los Permanentes eran un cuerpo especial del ejército de José Miguel Gómez.  Como la guerrita de José Miguel estaba por allá que dicen que aquello estaba en candela, mandaron a aquella gente como un ejército ya experimentado en ciertas cosas y allá fue donde ellos aprendieron a tocar son.  Me acuerdo que de aquí de La Habana estaban como soldados: Carlos Godínez, Ricardo Machierile, que bajaron tocando son para acá.  Aparte de esos treseros de aquella época que yo recuerde conocí a Luis Mondalú, a Isaac Oviedo, a Laborí y otros más.  Esos son los treseros de la etapa del montuno; cuando se tocaba el montuno con un tres, una guitarra, el que tocaba los bongoes  se ponía un par de maraquitas en las muñecas.  Los bongoes entonces no eran redondos, eran cuadrados y en vez de quedar los dos dentro de las piernas quedaba uno entre las dos piernas y el otro fuera.  Entonces iban enganchados por un pedazo de cuero del ancho de la pierna para poder tocar.  Ese es el nacimiento de son.
Esa es la etapa del montuno.  Y la otra ¿cuándo empezó?
Cuando yo vine a La Habana (yo soy de Pinar del Río) ya existían dos agrupaciones, porque se inicia el son con los grupos pequeños y después las agrupaciones.  Eran grupos numerosos porque ahí se incluían las mujeres, que cantaban, la gente que cantaba sin tocar instrumentos y tenían dos o tres instrumentos de los llamados tres y cuatro o cinco guitarras, usaban violas... entonces al poco tiempo empiezan a surgir los sextetos y en esa época es cuando yo conozco al Sexteto Habanero, que cuando ellos fueron a Pinar del Río ya llevaban el contrabajo.  Eran seis.  Después surge el septeto.  En esa época que el son había avanzado un poco, que no era solamente montuno sino una forma ya de composición –porque existían los boleros ya en esa época- yo conocí muy buenos treseros:  Eliseo Silveira, Ramón Cisneros, conocí al... Poridiano, a Lanuza, a Miranda, a Oscar, Panchito Chevrolet, que era tresero del Septeto Nacional (el que toca el tres ahora se llama Hilario Ariza) (antes tocaba otro, Panchito, muy buen tresero que trabajaba en la cinematografía).  Eso que cuento fue cuando vine a La Habana en el año 28.  Yo nací en el 19.  Empiezan a destacarse luego los treseros en una forma más amplia que la que se utilizaba anteriormente; unido con la guitarra forman la armonía –con menos amplitud, porque el tres solamente tiene tres cuerdas dobles pero ya empiezan los treseros a hacer dominantes y subdominantes, interdominantes, y el instrumento va cogiendo otra categoría.  En esa época el que másanticipado estaba a los acontecimientos se llamaba Eliseo Silveira.  Y se puede notar eso por la construcción de sus composiciones.  El tipo de armonización que él emplea en aquella época, que los demás treseros tocaban muy bien, pero...  (Eliseo fue tresero de sexteto Agabama de Abelardo Barroso).  Estuvo en el Pinín de Abelardo Barroso, en el Sinsonte de Oro. Los treseros de esa época punteaban muy bien, conocían el instrumento de arriba abajo y le hacían un solo, cosa que otros treseros no podían hacer porque no tenían el desarrollo, el desenvolvimiento para hacer ese tipo de trabajo y aparte de eso la inteligencia que ellos tenían para aprenderse un número rápido y para improvisar sobre el instrumento.Eliseo no sabía música, pero por pura inspiración hacía aquellas composiciones que resultaban modernas de acuerdo con lo que estaba en el ambiente de aquella época, que apenas se usaba una interdominante, nada más que se usaba el Do Mayor, el Sol Mayor...  Yo creo que hay grabaciones de él.  En aquella época los conjuntos no grababan todavía.  En la Víctor grababa el Sexteto Habanero, en la Columbia el Septeto Nacional,  en una compañía que se llamaba Bronson (¿) el Septeto Boloña, el Sexteto Cuba en la RCA también pero el Agabama no había surgido en esa época. Isaac Oviedo siempre ha estado vigente, está vivo, tiene 75 años y está en plenas facultades todavía.  Él a cada rato hace programas de TV y está en perfectas condiciones porque a cada rato nosotros nos juntamos en fiestas que me han invitado a mí y lo han invitado a él y está en sus plenas facultades. Del año 40 para acá han surgido muchos treseros que son muy buenos.  Por ejemplo está Arturo el que toca con Chappotín, está Neneíto, está Ocaño que toca con el Típico Habanero, está el que toca el tres con Los Criollos que nosotros cariñosamente le decimos Gango y otros cuantos más que tocan muy bien. Isaac es precursor del tres porque desde la época que le hablé a usted Isaac está vigente todavía, así que ha pasado por todas las etapas, desde el montuno hasta ahora.
¿Cuáles son las características de Isaac?
Bueno, Isaac tiene un estilo muy inconfundible, tiene un estilo que es muy de él, que únicamente su hijo es el que se parece a él tocando, toca muy limpio, tiene un gran conocimiento de lo que es el instrumento desde arriba a abajo, tiene un dominio general de todas las tonalidades.  Aparte de eso hay una obra de Isaac que para mí es su obra más representativa que se llama Engancha, carretero. 
Ésa es una obra donde Isaac mismo canta y con el tres imita la locomotora por la línea y una serie de efectos que él emplea ahí que, francamente, yo no se lo he oído a ningún tresero; no hay nadie que lo haga igual que él.  Habrán intentado hacerlo, pero como él no lo hace nadie.  Ése es el concepto que yo tengo de Isaac Oviedo, porque Isaac se caracteriza por lo limpio que toca.  Él no se ha dedicado mucho a la cuestión de los acordes pero toca muy claro, muy limpio, sus ejecuciones.  Neneíto tiene otra tendencia, tiende más a hacer acordes que tocar al estilo de Isaac.

¿Es difícil tocar muy limpio el tres?
 Es difícil.
¿Por qué?  
 Bueno, porque hay que hacer una escuela especial para eso.  Sacar el sonido ese tan puro es difícil.  Eso es cuestión de años, que la persona se vaya perfeccionando en la digitación y una serie de cosas que hay que emplear para eso.
¿Entonces usted cree que Isaac será el tresero más grande que hemos tenido nosotros? 
Para mí sí, el más completo.
¿Y Faustino?
 Bueno, Faustino es tan característico que para hablar de Faustino hay que pensarlo un poco.  Faustino es el vivo son, es el vivo son;  yo lo pudiera catalogar como una continuación del son en sus comienzos con algunas innovaciones. Ése es el concepto que yo tengo de Faustino.  Faustino es muy característico, esa es la estampa del son, y yo le digo “el montunero” porque Faustino conserva todavía aquella cosa de cuando surgió el son, por sus expresiones y su forma de tocar y ése es el concepto que yo tengo.
Es difícil descargar con el tres ¿eh? Dígame cómo es el tresero llamado Niño Rivera
 El Niño Rivera es una persona que por aborto de la casualidad aprendió a tocar, que ha desarrollado poco más o menos.  Ahora sí le digo que la cuestión de la descarga es una tarea un poco difícil, porque hay veces que se presenta en algunas descargas una persona con una pieza que uno no ha oído nunca.  Entonces hay que poner la mente a funcionar, hay que improvisar mucho.
Los treseros ¿deben ser improvisadores? 
 Deben serlo porque un tresero, cuando lo mandan a hacer un solo, tiene que improvisar, porque no va a estar haciendo lo mismo, tiene que variar y ahí en la variación es donde surge la improvisación.
Siga hablándome del tresero Niño Rivera como si usted no lo conociera: ¿qué hizo él con el tres?
 A mí siempre me han preocupado las cosas progresistas.  Yo antiguamente oía mucha música americana, música brasilera y hubo una época en que me dedicaba a oír música y entonces montaba y había algo que por lo menos yo lo hacía –eso es refiriéndome a la armonización-.  Y por ese mismo concepto... yo me levantaba todos los días, cogía el tres y me ponía a practicar, a estudiar o a inventar algo y con el transcurso del tiempo empecé a descubrir que en el tres no podían ejecutarse solamente tríadas sino también acordes de cuatro notas, una tónica con sexta añadida, fragmentos de acordes de novena, fragmentos de acordes de trecena, y he logrado sacarle algún partido a eso por lo menos.
Sobre el Bodegón de Goyo
 Bueno... el Bodegón...allí se reunía mucha gente de la farándula, nos servía a nosotros como vehículo cultural y de aprendizaje porque llegaban muchos discos de distintos intérpretes y nos poníamos a oír los arreglos y las interpretaciones.
¿Discos de otros lugares?
 Sí, pero yo hablo de allí porque era el único lugar adonde yo iba, o sea Goyo tenía la especialidad de tener en su victrola una serie de discos de esa época que no se encontraban en otro lugar porque incluso creo que los traía de fuera.  Le estoy hablando del año cincuenta y pico, de la época en que nos reuníamos allí César, José Antonio, Luis Yáñez, Armando Peñalver, Aida Diestro, Ñico Rojas.  Allí tomábamos tragos y muchas veces descargábamos allí.  Era una bodega tipo café: se vendían víveres y se tomaba bebida y se servía comida que se cocinaba allí para el público...  De allí surgieron varias cosas, dos compañías de discos.  Una donde grabó Pepe Reyes con arreglos de Enriqueta Almanza y arreglos míos; otra en la que grabó Pepe Reyes también con arreglos de Fabio Landa, arreglos míos.  Pasábamos muy buenos ratos.  Había el interés de una buena orquesta para grabar y todos esos ratos los saboreaba uno.  Casi se puede decir que en aquella época nuestro cuartel general era el Bodegón de Goyo. Cuando alguno de nosotros quería localizar a alguien del grupo, íbamos al Bodegón y tarde o temprano si no es por la mañana por la tarde lo localizábamos allí. 
La grabación concluye en este punto ya difícil de reconstruir que es la memoria del Bodegón de Goyo y que merecería recogerse, cuidadosamente, en todo un Volumen. El compadre me había abierto una ventana hacia el desconocido mundo de los treseros, me había dejado en su discurso un autorretrato del músico autodidacta que fue capaz de llevar a su máxima expresión las enseñanzas adquiridas del generoso maestro Guyún. 
Al Niño le debemos, a su perfecta comprensión del lenguaje que conocemos como “feeling”, el haber sacado del anonimato piezas antológicas como Quiéreme y verás, de José Antonio Méndez o Realidad y fantasía, de César Portillo de la Luz, que serían  bailadas al son de sus arreglos para Roberto Faz y el Conjunto Casino, y quedarían listas para entrar en la historia gracias al don humano del tarareo, atributo  que sazona desde la memoria tantos momentos de nuestras vidas que pudieran ser insípidos. 
Se impone, no cabe duda, acometer un estudio de lo que fue en vida y representa para nuestra historia  esta figura protagonista y determinante, desde su humildad y hombría de bien, de tantos capítulos de nuestra historia musical.
 












viernes, 30 de noviembre de 2018

Aniversario cerrado de Miriam Ramoss: una cuenta abierta


 Aniversario cerrado de Miriam Ramos: una cuenta abierta

El año 63 del siglo pasado avanzaba con todo el esplendor de una carroza, apuntando a un futuro colmado de luces que nuestros ojos avizoraban con el perfil de una tierra no precisamente “prometida” sino presta a dejarse conquistar a mano limpia, a golpe de creatividad y ganas.

El año 63 nos trajo el privilegio de asistir a la llegada de la Canción de un festival, de César Portillo de la Luz, donde el amor --más allá de los contornos del corazón-- se alzaba, entre modulaciones y giros melódicos de aquellos que su autor siempre impulsó, rumbo a ese “volver a caminar las calles” y “volver a sentarme en los parques” demostrativos de una manera verdaderamente nueva de mirar, a la que –sin excepción-- sus contemporáneos no escapamos.

Como si no hubiera sido bastante la gloria de poder acercarnos en un mismo paseo a los sitios donde cantaban Doris de la Torre, Bobby Jiménez  u Oscar Martin; donde descargaban Ela O’Farrill al frente de su grupo insigne, Frank Domínguez con su piano, Frank Emilio en solitario o en quinteto, el año 63 nos traía a esa Elena Burke que, junto a su inseparable Froilán o su Enriqueta Almanza, entraba y salía de sitio en sitio, de pista en pista, de escenario en escenario, de provincia en provincia. Todos ellos vivían convencidos de que, un solo día que no salieran a cantarle a la gente, podía hacer que el mundo se balanceara de manera imprudente ocasionando un cataclismo.

El año 63 añadió colores antes impensados, desde su calendario al mío, la tarde que Elena me dijo: “ven, que tienes que conocer a Pablito Milanés” y me llevó, casi de la mano, al club Karachi donde sentí que, al escuchar al muchacho cantando por primera vez para mí, yo me volvía una criatura única, fuerte, poderosa, feliz. En algún punto de ese calendario está inscrito el día en que Miriam Ramos fue aceptada por Serafín Pro, director del Coro Polifónico Nacional, para figurar --la más joven--  entre sus cantores.

Con la misma firmeza con que formó fila entre muchos, con ese cantar escuchando al otro, ese reverenciar la presencia incuestionable de una mano maestra y dejarse llevar por ella; con ese mirar la música tratando de descubrir el sentido profundo que  nos acerca al creador que la animó; con ese formarse reconociendo la multiplicidad, la diversidad de expresiones y la presencia del estilo, la artista ha arribado a sus 55 años de entrega total a la música.

Atenta a los reclamos que su tiempo fue poniendo de tramo en tramo,  Miriam Ramos tomó las riendas, trazó el rumbo y ha venido dejando pintado su nombre por dondequiera para los bien-entendidos amantes de ese componente monumental del patrimonio cubano que es el cancionero.

Cincuenta y cinco años de andar por nuestra vida musical a su manera, convocan a la precisión, al largo alcance y --sobre todo-- al sano espíritu que sitúa en la línea de lo posible la pretensión de lanzar la mirada hacia un “atrás” que queda –sí señor—lejos pero no tanto como para que no podamos decidirnos a abordarlo con toda la lucidez con  que semejante camino a prueba de fuegos fatuos se abre ante nosotros, en favor de una conclusión ejemplarizante y, de veras, jubilosa.

Este aniversario cerrado  nos emplaza como beneficiarios de una cuenta abierta donde caben lo mismo la expresión justa que la palabra linda o la flor tímidamente dibujada con un letrero que dice: “para Miriam Ramos, singular y perpetua,  con gratitud y amor.”/


lunes, 29 de octubre de 2018

BERTHA MARTÍNEZ / COMO UN INMENSO ÁRBOL DE LA VIDA (II)

Año 57 o 58. Me había leído una novela de Carlo Coccioli que me había inquietado mucho. Algún periódico anunciaba una obra de teatro suya. No es que yo hubiera escuchado algo acerca del Grupo Prometeo o de Francisco Morín, su director, o conociera de nombre a alguno de los actores del elenco pero, siempre, sentarme a recibir la experiencia de una representación teatral era un placer inmenso, y me había puesto en camino, más bien seducida por el autor.

Últimamente no me gusta venir por el Paseo del Prado en la misma dirección en que se caminaba para llegar a aquella salita, es decir, como quien va para el malecón. Me siento fuera de época;  me duele no poder posar la vista como acostumbré hacerlo de por vida a partir de esa noche cuando, ya cerca, al pasar por el sitio donde había estado radicada la emisora RHC, Cadena Azul,  suspiré muy oronda, saboreando esa pequeña colección de recuerdos que apenas estaba comenzando a construir.

He sobrevivido para colocarme en el punto exacto en que se unen en el recuerdo el episodio que viviría esa noche en Prometeo, punto de partida de una larga y nutrida historia que por aquel entonces estaba por vivirse y que hoy se funde con él formando parte de un pasado indefenso en su inmenso peligro de hacerse polvo, como parodiando los versos de Jorge Manrique: "y pues vemos lo presente/ cómo en un punto s'es ido y acabado/ si juzgamos sabiamente/daremos lo non venido por pasado".

Por fin llegué, pagué mi entrada, me acomodé en un lugar a gusto, nunca demasiado cerca del proscenio, y me dispuse a ver la puesta en escena de Beatriz Cenci, de Carlo Coccioli, protagonizada por una actriz joven de nombre Bertha Martínez, a quien desconocía por completo. El lenguaje de las luces cautivó mi atención, al igual que el nivel de actuaciones. Quedé convencida de que, en lo adelante, el aviso de una obra bajo la dirección de Fancisco Morín  sería una señal promisoria para mí. La actuación del personaje Beatriz y las escenas con su padre (asumido por Florencio Escudero) rompieron muchos de los moldes que perfilaban las rutinas a que me había visto acostumbrada.

 En realidad, aquella joven actriz no era una desconocida. Era yo quien ignoraba que sus actuaciones bajo la dirección de  Morín le habían ganado un prestigio entre los asiduos al buen teatro que se hacía en Cuba en aquel momento. La crítica más exigente le había otorgado algunos premios.

El nombre tan sonoro del reconocido escritor italiano que me había convocado esa noche a caminar Prado abajo, pasaría --para mí-- a ser un pretexto, un escalón apenas, rumbo al capítulo memorable en la historia teatral cubana donde aflora Bertha Martínez como un inmenso Árbol de la Vida.




(Almendares, 28 de octubre de 2018)