viernes, 30 de noviembre de 2018

Aniversario cerrado de Miriam Ramoss: una cuenta abierta


 Aniversario cerrado de Miriam Ramos: una cuenta abierta

El año 63 del siglo pasado avanzaba con todo el esplendor de una carroza, apuntando a un futuro colmado de luces que nuestros ojos avizoraban con el perfil de una tierra no precisamente “prometida” sino presta a dejarse conquistar a mano limpia, a golpe de creatividad y ganas.

El año 63 nos trajo el privilegio de asistir a la llegada de la Canción de un festival, de César Portillo de la Luz, donde el amor --más allá de los contornos del corazón-- se alzaba, entre modulaciones y giros melódicos de aquellos que su autor siempre impulsó, rumbo a ese “volver a caminar las calles” y “volver a sentarme en los parques” demostrativos de una manera verdaderamente nueva de mirar, a la que –sin excepción-- sus contemporáneos no escapamos.

Como si no hubiera sido bastante la gloria de poder acercarnos en un mismo paseo a los sitios donde cantaban Doris de la Torre, Bobby Jiménez  u Oscar Martin; donde descargaban Ela O’Farrill al frente de su grupo insigne, Frank Domínguez con su piano, Frank Emilio en solitario o en quinteto, el año 63 nos traía a esa Elena Burke que, junto a su inseparable Froilán o su Enriqueta Almanza, entraba y salía de sitio en sitio, de pista en pista, de escenario en escenario, de provincia en provincia. Todos ellos vivían convencidos de que, un solo día que no salieran a cantarle a la gente, podía hacer que el mundo se balanceara de manera imprudente ocasionando un cataclismo.

El año 63 añadió colores antes impensados, desde su calendario al mío, la tarde que Elena me dijo: “ven, que tienes que conocer a Pablito Milanés” y me llevó, casi de la mano, al club Karachi donde sentí que, al escuchar al muchacho cantando por primera vez para mí, yo me volvía una criatura única, fuerte, poderosa, feliz. En algún punto de ese calendario está inscrito el día en que Miriam Ramos fue aceptada por Serafín Pro, director del Coro Polifónico Nacional, para figurar --la más joven--  entre sus cantores.

Con la misma firmeza con que formó fila entre muchos, con ese cantar escuchando al otro, ese reverenciar la presencia incuestionable de una mano maestra y dejarse llevar por ella; con ese mirar la música tratando de descubrir el sentido profundo que  nos acerca al creador que la animó; con ese formarse reconociendo la multiplicidad, la diversidad de expresiones y la presencia del estilo, la artista ha arribado a sus 55 años de entrega total a la música.

Atenta a los reclamos que su tiempo fue poniendo de tramo en tramo,  Miriam Ramos tomó las riendas, trazó el rumbo y ha venido dejando pintado su nombre por dondequiera para los bien-entendidos amantes de ese componente monumental del patrimonio cubano que es el cancionero.

Cincuenta y cinco años de andar por nuestra vida musical a su manera, convocan a la precisión, al largo alcance y --sobre todo-- al sano espíritu que sitúa en la línea de lo posible la pretensión de lanzar la mirada hacia un “atrás” que queda –sí señor—lejos pero no tanto como para que no podamos decidirnos a abordarlo con toda la lucidez con  que semejante camino a prueba de fuegos fatuos se abre ante nosotros, en favor de una conclusión ejemplarizante y, de veras, jubilosa.

Este aniversario cerrado  nos emplaza como beneficiarios de una cuenta abierta donde caben lo mismo la expresión justa que la palabra linda o la flor tímidamente dibujada con un letrero que dice: “para Miriam Ramos, singular y perpetua,  con gratitud y amor.”/


lunes, 29 de octubre de 2018

BERTHA MARTÍNEZ / COMO UN INMENSO ÁRBOL DE LA VIDA (II)

Año 57 o 58. Me había leído una novela de Carlo Coccioli que me había inquietado mucho. Algún periódico anunciaba una obra de teatro suya. No es que yo hubiera escuchado algo acerca del Grupo Prometeo o de Francisco Morín, su director, o conociera de nombre a alguno de los actores del elenco pero, siempre, sentarme a recibir la experiencia de una representación teatral era un placer inmenso, y me había puesto en camino, más bien seducida por el autor.

Últimamente no me gusta venir por el Paseo del Prado en la misma dirección en que se caminaba para llegar a aquella salita, es decir, como quien va para el malecón. Me siento fuera de época;  me duele no poder posar la vista como acostumbré hacerlo de por vida a partir de esa noche cuando, ya cerca, al pasar por el sitio donde había estado radicada la emisora RHC, Cadena Azul,  suspiré muy oronda, saboreando esa pequeña colección de recuerdos que apenas estaba comenzando a construir.

He sobrevivido para colocarme en el punto exacto en que se unen en el recuerdo el episodio que viviría esa noche en Prometeo, punto de partida de una larga y nutrida historia que por aquel entonces estaba por vivirse y que hoy se funde con él formando parte de un pasado indefenso en su inmenso peligro de hacerse polvo, como parodiando los versos de Jorge Manrique: "y pues vemos lo presente/ cómo en un punto s'es ido y acabado/ si juzgamos sabiamente/daremos lo non venido por pasado".

Por fin llegué, pagué mi entrada, me acomodé en un lugar a gusto, nunca demasiado cerca del proscenio, y me dispuse a ver la puesta en escena de Beatriz Cenci, de Carlo Coccioli, protagonizada por una actriz joven de nombre Bertha Martínez, a quien desconocía por completo. El lenguaje de las luces cautivó mi atención, al igual que el nivel de actuaciones. Quedé convencida de que, en lo adelante, el aviso de una obra bajo la dirección de Fancisco Morín  sería una señal promisoria para mí. La actuación del personaje Beatriz y las escenas con su padre (asumido por Florencio Escudero) rompieron muchos de los moldes que perfilaban las rutinas a que me había visto acostumbrada.

 En realidad, aquella joven actriz no era una desconocida. Era yo quien ignoraba que sus actuaciones bajo la dirección de  Morín le habían ganado un prestigio entre los asiduos al buen teatro que se hacía en Cuba en aquel momento. La crítica más exigente le había otorgado algunos premios.

El nombre tan sonoro del reconocido escritor italiano que me había convocado esa noche a caminar Prado abajo, pasaría --para mí-- a ser un pretexto, un escalón apenas, rumbo al capítulo memorable en la historia teatral cubana donde aflora Bertha Martínez como un inmenso Árbol de la Vida.




(Almendares, 28 de octubre de 2018)

sábado, 27 de octubre de 2018

BERTHA MARTÍNEZ /COMO UN INMENSO ÁRBOL DE LA VIDA (I)

De niña, en su nativo Yaguajay, le pusieron un resguardo y le dijeron que con eso estaría protegida y que nada le pasaría, y ella se envalentonó. En lugar de codiciar los juguetes que tenían las niñas de dinero, como a lo mejor era tan poca su comunicación con el mundo de la fantasía, lo que hizo al verse con el resguardo colgado al cuello o prendido a la batica con un alfiler de criandera, fue medir fuerzas: correr al árbol que más le gustaba, trepar hasta donde quiso y saltar con todas sus ganas. Ya en el suelo, toda adolorida, quién sabe qué conclusiones sacó  y puso en acción para el resto de su vida (ella llegaba, en su narración, solo hasta esta parte del cuento).
Crédula fue, confiada, cuando le dio la gana; arrestada, cada vez que una idea se le clavaba en el medio de la frente. Se acogía --a la hora de saltar, y en vista de que los huesos habían seguido sanos-- a la vieja sentencia de que la sangre no llegaría al río.
Hoy, 27 de octubre, pienso que todo comenzó en aquel árbol corpóreo cuyas hojas deben haber sido de un verdecito donde los reflejos del sol se convertían en un llamado y neutralizaban cualquier percepción de riesgo. Pienso que muchas peripecias de la vida de Bertha Martínez tvieron algo de ese episodio. Nadie sabe cómo aprendió tantas cosas, si apenas pudo ir al colegio. Ganas constantes de saber, obsesión por no dejar escapar ni uno solo de los conocimientos que  fue arrancando de aquí y de allá y, cuando estuvo preparada y supo lo que quería, se preparó en grande para ser grande, no de dimensión ni de tamaño: grande de grandeza, que para eso anuestro idioma le sobra generosidad y ella, a fuerza de tanto leer, lo dominaba a la perfección.
La maravilla puede nacer de una niña de Yaguajay cuando,al paso de los años, rasga, enarbola y suelta una tira, o acierta a gobernar el rumbo de un estremecedor hilillo de luz. Misterios de la vida que, para nuestra suerte y la suya propia, Bertha Martínez nunca acabó de descifrar y cuyo poder de fascinación decidió proyectar en el despliegue de cada historia, en la encarnación de cada personaje.
Este día, esta misma tarde según voy armando cada uno de estos párrafos, en medio de la pesadumbre y el extraño sabor que la noticia de su partida física deja en nosotros, he sentido aflorar a Bertha Martínez como un inmenso árbol de la vida.

(Almendares, 27 de octubre de 2018)

lunes, 27 de agosto de 2018

 ELENA QUERIDA. (diario de navegación)
 Llegaba la hora del último acorde. Yo repasaba mil veces la letra, todos los movimientos sobre el brazo de la guitarra, trataba de que las ganas de llevarle la canción no me hicieran atropellar las palabras lastimando el sentido de la letra o emborronando la carga musical. Sí, porque a ella había que entrarle al corazón y a los oídos por la letra. Cualquiera hubiera pensado que aquella voz sólo quería lucirse. Siempre le llevaba escrita la letra bien clarita para que la fuera desmenuzando. 
La canción sonaba, y yo no miraba para ella sino que seguía hasta el final, y ella no miraba para mí sino que escuchaba y ni la letra leía; escuchaba con los ojos cerrados, y por aquellos oídos se iban fijando la melodía y la armonía.
 Nunca, en tantos años, sufrí el percance de que, una vez cantada la canción,  me pidiera que se la repitiera para aprenderla y repetirla y fijarla y meterla en su canto. Gracias a Dios, nunca sufrí ese revés. A la segunda repetición se me iba quitando el miedo y se me iba alegrando todo por dentro y, si no me controlaba, entonces sí que me ponía en peligro de equivocarme. 
No me decía si estaba bonita o fea pero fijaba para cuanto antes el momento de estrenarla. Recuerdo las citas casi inmediatas con Froilán en aquellos primeros tiempos y el milagro de ver ya a mi criatura con introducción y puente siempre inspirado para la guitarra. No me quedaba al ensayo, los dejaba solos, por discreción y --cómo negarlo-- por reservar un espacio para la sorpresa. 
Qué manera de entender por qué ésta nota y no otra; qué manera de sentir la necesidad del mismo acorde que yo había elegido para calzar una palabra o una frase cantada y, así, hacer más incisivo el reproche o más suave la sentencia, o más deshilachado ese amor que se hace trizas. 
Elena querida .
Almendares, 27 de agosto de 2018

viernes, 29 de junio de 2018


 ELENA QUERIDA (diario de navegación)
El año 58 vino lleno de novedades. Elena se desprendió del cuarteto y emprendió su camino como solista; fue madre; vio abrirse la posibilidad de grabar su primer disco de larga duración. Renée dejó atrás su labor haciendo cantar a los niños de kindergarten; comenzó a tener oportunidades en pequeños sitios nocturnos y en espacios radiales y formó, con Nelia Núñez, un dúo de características irrepetibles, integrado por una voz de contralto y otra de soprano, bellamente coloreadas y abarcadoras de un amplio espectro sonoro así como de un insólito sentido del trabajo armónico.Frank Domínguez no se quedó atrás: mientras crecía su éxito como compositor gracias a versiones insuperables de sus canciones en voces como Olga Guillot, Fernando Álvarez o Lucho Gatica, creó personalmnte a piano y voz, y a partir de la primera temporada con Elena en la zona ya floreciente de La Rampa, espacios llenos de  de vitalidad y atractivos para los amantes de la canción bien dicha.

Allá lejos quedó La Lisa; los aires de El Vedado sedujeron al inspirado autor de Tú me acostumbraste y Refúgiate en mí:  Frank se instaló en su palomar al centro mismo de esa cada vez más exitosa zona de la ciudad, donde fomó su nido con la bellísima Fina  dispuesto a adelantársele en eso de traer descendencia al mundo, a su bienquerida amiga y compañera de sueños en las noches de Sans Souci.

Al actor Guillermo Álvarez Guedes, desde su modesto sello discográfico Gema, le debemos esa iluminada idea de lanzar la voz, el estilo, la musicalidad tan especial de Elena, teniendo como puntos de apoyo, de un lado,  un especial sentido del repertorio hecho a la medida de un posible "conócete a ti misma" que  pondría de manifiesto la dimensión y el señorío de la cantante en todo su alcance, y del otro lado, una garantía de la excelente factura de su puesta en música bajo la dirección  y las ideas orquestales de Rafael Somavilla, cuyo buen juicio aseguraría el éxito amparado en la participación de un grupo de lo más selecto de los instrumentistas cubanos del momento en cualquier orden de que se tratara. Pienso en el hombrecillo de corta visión encarnado en su papel de empresario de moda, que siguió de largo cuando Elena --estrella por naturaleza-- no quiso proyectar su luz desde la propuesta mediocre que su gusto trataba de imponer, y no tengo capacidad de elogio y gratitud hacia el genial actor cómico y hombre de música que apostó tan en serio por una conocedora del repertorio de su tiempo, de cuya altura se desprendería cada diálogo genial  que podemos advertir y disfrutar,  con  que el joven arreglista se ponía a prueba a sí mismo en grande, sin albergar la menor duda de que el resultado sería esa verdadera pieza de colección que es el disco Elena Burke / Vivo en mi soledad, identificado como Gema LPG1121
Tanto en los solos como en el trabajo de conjunto, la más simple audición percibirá, de inmediato, la excelencia de cada uno de los instrumentistas. Como casi siempre en aquella época, se agrupan en la placa doce títulos en total.  La calidad de los textos, la riqueza armónica y melódica de la música, hacen posible que se pongan de manifiesto toda la brillantez que la personalidad de esta singular artista era capaz de irradiar.
Obras de muy reciente creación como De ti enamorada, de Julio Gutiérrez o Libre de pecado, de Adolfo Guzmán, cierran filas con las más añejas Perdido amor, de César Portillo de la Luz, Anda, dilo ya, de Ernesto Duarte, Mil congojas, de Juan Pablo Miranda y Vivo en mi soledad, de Eligio Valera, que da título al disco. Predominan en la Cara B canciones del más apreciado repertorio de todos los tiempos nacidas de los mexicanos Mario Ruiz Armengol, Maestro de Maestros (La triste verdad o Aunque tú no me quieras) y ¿Qué dirías de mí? de la inmensa María GRever. Entramada en líneas generales en un recio, comedido dramatismo, la selección suelta sus amarras en un par de momentos, para dejar que aflore ese punto de picardía con que La Burke acostumbró, de por vida, sazonar sus entregas. Es el caso de El hombre que me gusta a mí, de Frank Domínguez y Juguete, del puertorriqueño Bobby Capó.
 Aquella joya, programada en la pequeña oficina de Zapata 1456 en El Vedado, dejaba la puerta abierta de par en par para que, de la mano de Elena, hiciera su entrada triunfal en la canción cubana un príncipe nacido en Mayajigua, al centro de la Isla, que se encargaría de dar vida a nuevas e igualmente ricas facetas de la Elena callada, a veces hipersensible, que reclamaban espacio para un tono más íntimo.  Acont muy pronto, la entrada en nuestras vidas, llegada también de aquella zona, una mujer de guitarra cuya sólida huella comenzaría a estamparse en la canción cubana, para perdurar.
Les regalo la imagen que conservo en una pequeña foto que me dejó un día, con la imagen que sirvió como punto de partida para el diseño de carátula de este disco insignia de nuestra Elena querida.

Almendares, 29 de junio de 2018
 


sábado, 23 de junio de 2018



ELENA QUERIDA (diario de navegación)

El año 57 está cargado de acontecimientos para mí, tantos y tan decisivos que, si intento traerlos todos a esta conversación, pierdo el hilo y eso sería imperdonable. Las tardes en mi casa con Elena y Renée escuchando a Sarah Vaughan, en un disco  donde volvíamos y volvíamos sobre dos canciones que no nos cansábamosde repetir: Black Coffee y After hours, que le daba título a esa excelente producción. Merendábamos unas deliciosas "galleticas preparadas" que nos servía mi mamá (pequeños sandwiches con galletica de soda) en las que Elena, desde el primer día,dejó claro que preferiría, no el jamón dulce que casi siempre se utilizaba en ellas  sino el llamado "jamón de cocina"; antojo en el que era complacida con todo gusto por su anfitriona. La tarde se iba a todo correr.
 
Muy pronto, el cuarteto viajó a México (debe haber sido en ese momento cuando se grabó el único, incomparable disco de larga duración con arreglos de Chico O'Farrill, una pieza que no envejece, además de haberse convertido en el testimonio por excelencia de la primera etapa de esa agrupación vocal donde se abría a nuestro oídos el promisorio canto de Omara y Haydée Portuondo, Moraima Secada y Elena Burke, comandadas por Aida Diestro y su piano.Elena, cumplida y cariñosa, nos sorprendió con una postal.

Avanzaba el año y mi amistad con Giraldo Piloto, mi relación cada vez más cercana con los autores agrupados en la pequeña editora Musicabana, hacían soplar los vientos a favor de mis canciones. Bebo Valdés seleccionaba, transcribía y orquestaba tres de ellas para Fernando Álvarez, que las grabaría bajo el sello Gema.

A su regreso de México, no tardaría Elena en dirigir sus pasos, definitivamente, hacia una carrera en solitario que el devenir del cancionero creado en esta parte del mundo necesitaba, para fijar sellos autorales, estilos, gustos diversos o maneras de acompañar a una voz.Se inicia una etapa que agrupa  alrededor de esta cantante ya única a todo tipo de instrumentistas y compositores, y alimenta el gusto de un público que abundará en razones para reverenciar un arte que se niega a perecer. Muchos de mis primeros asombros, tropiezos, alegrías, nacen del gozo de entregar una canción recién nacida a una sensibilidad como la suya.
 
La vida nos hermanó en un naufragio de poca monta cuando un empresario mexicano se mostró interesado en grabarle un primer disco para lanzarla como solista. Ella se le apareció con una canción mía, que me hizo mostrarle y que el hombrecillo despreció, acusándome de estar "componiendo para el año 2000". Ignoro qué otras canciones puede haberle propuesto ella entonces o si viró la espalda, siempre voluntariosa,devota fiel de un tipo de repertorio incompatible con los reclamos facilistas de estos personajes que, de
tramo en tramo, quien más y quien menos en estos combates, ha tenido que tropezarse.Ni mi canción, ni ella,estaban destinadas a navegar en aguas de poco fondo.
 (Almendares, 23 de junio de 2018)

jueves, 21 de junio de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)
Elena y Frank Domínguez parecían hermanos, verdaderos aliados, a cualquier distancia que se encontraran, un hilo invisible los unía, posiblemente el gusto compartido por la misma manera de sentir la música. Ambos se presentaban cada noche en el Casino del cabaret Sans Souci, en el escenario que, a espaldas de la barra y a suficiente altura como para que los presentes pudieran disfrutarlos, alternaban el Cuarteto D'Aida y un grupo de futuras glorias de nuestra música: el vocalista era Dandy CRawford y el conjunto instrumental estaba conformado por Frank Domínguez en el piano, César Portillo de la Luz en la guitarra eléctrica, Salvador Vivar en el bajo y Rolando Laserie en las pailas.
    
Elena y  Frank habían decidido mudarse a un sitio muy cerca del cabaret, a pocas cuadras del paradero de la ruta de ómnibus 43, en el barrio de La Lisa. No tardé den hacer amistad con mi admirado Frank; más que amistad, un verdadero sentimiento hondo, de esos que sobrepasan los límites de cualquier denominación en el orden afectivo. Renée, Elena y FRank han sido, desde el momento mismo en que comenzó a consolidarse nuestra amistad, verdaderos pilares que han dado fuerza y sentido a mi existencia.

Una escalerita conducía a la terraza del primer piso en la modesta edificación donde muy pegaditos, verdaderamente soldados, se alzaban dos apartamentos de tan estrecha dimensión que nunca antes, ni después, he encontrado diseño de vivienda similar. Una pequeña sala, un cuarto de baño y una cocina, locales donde resultaba impensable que permanecieran juntas más de dos o tres personas. No sé cómo puede haber subido a ese primer piso o entrado el piano al apartamento de Frank. Un ambiente muy especial, de casas donde verdaderamente se vive a gusto, caracterizaba la coexistencia de aquellos dos seres, cada cual en su nicho, que hacían de cualquier posibilidad de cuchicheo un acontecimiento delicioso, y calabaza calabaza, aquél a sus acordes y la otra a deshacer y rehacer las gavetas reubicándolo todo como si se avecinara una mudada, según fue su costumbre de por vida.
A la noche, emperchados, a bajar con cuidado la escalerita y remontar la calle de la esquina hasta la Calzada de La Lisa rumbo a la faena diaria, con esa ilusión incomparable que desata en todo aquél que hace de la noche día, la posibilidad de cerrar los ojos y pensar, por un momento, que el acorde y la palabra van a sonar más lindos hoy, y que eso es lo que, verdaderamente, cuenta. Aprendí con ellos esa forma de amor.

(Almendares, 21 de junio de 2018

domingo, 10 de junio de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)
Almendares, 10 de junio de 2018

Hicimos amistad. Un poco rara, como respetándonos hasta el extremo y eran unas ganas de no tener que hablar sino que la música que nos rodeaba como un telón de fondo, no fuera a presentar filtraciones de otras cosas. Así era también Renée. Siempre había que prestar oído a un pasaje de esta o aquella canción, a una frase de esas que se nos clavan gracias a ese y no otro acorde que sirve de soporte a la palabra. A veces parecía que si no existieran las canciones la vida no sería la miama cosa. Ahora me doy cuenta de que éramos tres mundos y nos parecía que éramos uno solo (claro, la música), y aquello me daba más ganas de hacer canciones y tenerlas listas para la primera oportunidad de hacérselas sonar muy bajito. Ellas me las devolvían crecidas, armadas. 
La visita de Sarah Vaughan a la Habana en enero de 1957, estremeció nuestro pequeño mundo. Yo me sentía realizada cada noche sentándome en el murito desde donde se veía y escuchaba perfectamente lo que estaba sucediendo en la pista y  bebiéndome cada sonido de aquel show donde el piano de Jimmy Hones y el contrabajo de Richard Davies ponían todos los puntos sobre las íes y luego los desparramaban hechos sentimiento en clásicos como April in Paris y Septemberg song o la extraordinaria I'm glad yhere is you. Episodios donde se gestaba lo que vendría después en mi vida. Yo muchacha silenciosa recién atrevida a armar tres o cuatro canciones, convenciéndome en aquellos ratos de que mi razón de ser estaba anclada en la necesidad de no dejar escapar uno solo de los sonidos que iba salvando para toda la vida. compartieron con ella uno de esos ratos que luego no se pueden olvidar,
 Renée y Elena, deslumbradas ante tanta maravilla, fueron más allá y, acompañadas del Dandy Crawford, que se las arreglaría para  deshacer las barreras del idioma, lograron acercarse a la gran Sarah; y en algún rincón del casino luego del show, compartieron algunos de esos momentos que luego no se olvidan. Por ahí anda la foto del día que se emperifollaron los tres y vivieron esa preciosa aventura

Pasada la temporada, de regreso a nuestros esporádicos pero inolvidables encuentros, nos sentíamos  las personas más importantes del mundo escuchando aquel disco que la Vaughan venía promoviendo. Pongo en fila los recuerdos y los estiro acariciando la esperanza de que les lleguen, amigas queridas.
Como puede verse, éste es el intento de fotografiar una foto con el único deseo de traer hasta hoy un trozo de aquellos días; nada podrá anular la carga de alegría que se desprende de ese instante vivido por quienes llegarían a ser en nuestro mundo grandes, al igual que lo fue la amable dama que accedió a compartir un rato junto a ellos sin saber sus nombres ni imaginar siquiera la grandeza que de ellos se desprendería en un futuro nada lejano. De izquierda a derecha, Elena, Renée, Dandy Crawford y la mismísima Sarah-





 

viernes, 23 de marzo de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

Almendares, 23 de marzo de 2018

En poco tiempo, Renée y Elena se habían hecho amigas. Deben haber sido las tardes, en los momentos de descanso durante las sesiones de montaje y ensayos del cuerpo de baile bajo la dirección de Alberto Alonso en el área del cabaret y las del cuarteto en el pequeño escenario detrás de la barra en el bar del Casino de Sans Souci, cuando ese ángel de mi guarda en que se había convertido Renée le dio a conocer aquellas poquitas canciones que yo había compuesto cada vez con más gusto al escucharlas en su voz y empezar a darme cuenta de que no eran esos puros entretenimientos que al principio me había dado por fijar en mi memoria porque, desde la primera vez que escuché sonar la primera de todas desde la voz poderosa y el piano magnífico de esta muchacha a quien me habían recomendado como repertorista para un compañero del coro que se la quería aprender, ya ni los programas de música americana ni los discos favoritos ni --cosa rara-- los libros de poesía reclamaban mi atención sino llegar corriendo al rincón donde recostaba la guitarra y, una vez que todos en casa se habían ido a la cama, ponerme a juguetear bien bajito con las cuerdas por la pena que me daba y cuquear a la mente hasta que saltaba un pedazo de letra con música y todo y me caía como si fuera un chaparrón y aquello era lo de nunca escampar, tacha y escribe, escribe y tacha llevando la cuenta de la letra y los acordes y escuchando la melodía que se iba armando y puliendo dentro de la cabeza para que no me oyeran, porque no me daba la gana. 

    No se me olvida el día en que fui con mi amigo y la guitarra en la mano al edificio donde vivía Renée que no había llegado y la esperamos sentados en los escalones. Enseguida que llegó nos hizo pasar al cuarto donde tenía su piano, y cantarle yo con muchísima pena pero con ganas la canción y aprendérsela, fue una sola cosa. La idea era que la llevara al pentagrama para el repertorio del joven y se la enseñara y así lo hacía a toda velocidad pero, una vez que daba por terminada la sesión, decía a cantarla ella sola con aquel esplendor que, desde la primera vez que la criatura salida de mí me fue devuelta, no tuve otro remedio que decir para mis adentros: "yo hice una canción". Entonces corría a hacer otra y otra y no me alcanzaban los días y, al final, mientras el repertorio del joven contaba con solo una pieza,  el de Renée crecía (a la par de mi contentura).
    
    Con esa generosidad iba regando mis canciones, y la primera que las recibió fue su nueva amiga de los descansos en el cabaret. Yo me colaba por las noches gracias a mi querida Cuca Rivero, que tenía a su cargo los coros conformados por ella misma mediante una sabia elección de sus pocos integrantes para las piezas del show que requerían este elemento. Así tuvimos el privilegio de ver, en el frío diciembre de 1956, a Edith Piaff y en enero, entre otras luminarias que desfilaron por aquella pista, a Sarah Vaughan.

    "Ven para que conozcas a la voz grave del cuarteto"...me dijo Renée una de aquellas noches según ya he contado mil veces. Así pasamos poco a poco, de yo en mis escabullidas para mantenerme cerca del bar sin consumir ni agua, gracias a esa bendición del cielo que llamamos "la vista gorda" de quienes se encargaban de preparar y servir los tragos, como el dinero no entraba por la barra sino por la mesa de juegos donde el Bingo vaciaba los bolsillos de los jugadores, quién sabe si aquella imagen mía de maestra de colegio de monjas bebiéndose una a una cada nota musical del cuarteto o del irrepetible grupo de músicos que alternaban sus tandas, les resultaba inofensiva y hasta les daba a los del  bar el consuelo y la ilusión de contar con al menos un espectador para aquella música nada comercial que sonaba a todo lujo encima del escenario.
  
     Al principio ni nos mirábamos, luego como ella tenía por allá muy escondida una parte penosa y algo corta, y yo otro tanto, pasamos a una especie de saludo mirándonos como de lado y yo decía para dentro de mí: "yo creo que ella sabe que yo soy la de las canciones que Renée se pone a cantar". Una noche de esas especialmente intensas del cuarteto con su Ya no me quieres y su Profecía, al final de la tanda, cuando Aida se levantó y comenzó a retirarse seguida de las muchachas, la de la voz más grave me miró de una manera que me dio un poco de susto, me sonrió de lado a lado, se acercó al borde del escenarito que estaba detrás del espacio por donde se mueven los cantineros, me hizo un gesto para que me acercara y cuando me le paré delante se inclinó para alcanzarme algo. Era su primer regalo: una muñequita. Y yo me dije: "le gustaron las canciones".

    

lunes, 19 de marzo de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

Almendares, 19 de marzo de 2018

" La voz más grave del cuarteto "-me había dicho Renée y yo me puse a pensar, porque era tan fuerte el poder de ese conjunto donde se fundían la palabra y la música, que yo me abandonaba a la emoción, por ejemplo en Ya no me quieres, de María Grever, o Profecía, de Adolfo Guzmán, y aceptaba con la mayor naturalidad ese cambio de piel que lo hacía por momentos sonoridad de varias y sonoridad de una mientras era en el fraseo donde estaba amarrado el sentido profundo de esa correlación letra-música, que, definitivamente, mandaba. Dos virtudes principales veo en Aida: el haber gobernado desde el feeling, es decir desde el sentimiento que daba a la idea su más bello y expresivo sentido (cosa nada frecuente en muchos de los conjuntos vocales de nuestra historia musical) y el buen juicio de saber a cuál de las voces le asignaría cada línea en una secuencia armónica, en función del brillo y la expresividad. Esto me lo explicaba Meme Solís, que había estado muy cerca de Aida y asimilado sus recursos. Él me decía que la genialidad de Aida estaba en saber que no siempre el timbre más delgado debía asumir el fragmento melódico más agudo o las notas más altas de un acorde. No sé si me hago entender pero léanlo varias veces y escuchen con detenimiento los dos ejemplos mencionados, en las grabaciones del único disco que grabó ese primer formato de Las d'Aida.
   
    Entonces, sucede que se nos clava en el oído con la fuerza de un resplandor, el matiz de una voz que dice "si has encontrado una nueva ilusión", en un fragmento de Ya no me quieres donde la melodía principal se despliega en una misma nota mientras que las otras tres voces se mueven y reconocemos a esa "voz más grave del cuarteto" de la que Renée me hablaba y cuyo nombre todavía me era desconocido pero cuyo poder estaba ya inventariado en la lista de mis emociones.
   
    Una expresión genial del habla popular se refiere al "metal de voz"; me encantaría saber quién fue el genio que armó por primera vez ese sello aplicable a las aventuras del cantar, que no nos hemos cansado de traer a la conversación. No se trata de captar  un sonido metálico sino de dejarnos flechar por ese reflejo que nos trae generalmente una voz y que acentúa su sentido cuando se trata de un canto como el de Elena Burke (si bien, las cuatro de aquel cuarteto ostentan esa singularidad que ningún otro conjunto vocal que yo recuerde, logró afilar para su propio bien y para bien del grupo.

    Claro que, en un momento dado, conocí su nombre.

(Continuará.
)                                                                   AIDA DIESTRO


jueves, 8 de marzo de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

"Ven para que conozcas a la voz grave del cuarteto"--me dijo Renée Barrios, mi primera intérprete, la primera transcriptora de mis canciones. Trabajaba por las tardes como ensayista del cuerpo de baile que, bajo la dirección del coreógrafo Alberto Alonso y teniendo como figura central a Sonia Calero, cubría el aspecto danzario en la pista del cabaret Sans Souci, en cuyos shows relucía el talento  cubano reuniendo en torno al Maestro Rafael Ortega una pequeña orquesta integrada por músicos de la casi siempre vacante Orquesta Filarmónica, todos de altísimo nivel. El elenco se completaba con un pequeño coro dirigido por Cuca Rivero. El floreciente centro de espectáculos, ubicado en La Lisa, abarcaba un área de cabaret y un Casino donde el Bingo, una especie de Lotería que se había puesto de moda, fascinaba a la clase pudiente en La Habana y había generado una prosperidad de tal magnitud que la gerencia podía sostener paralelamente, en diferentes momentos del horario nocturno, la mecánica del Casino y la del cabaret propiamente dicho. 

    De fondo al hervidero de los jugadores, el Casino sostenía un piano bar con un elenco que hoy puede parecer cosa de fantasía donde alternaban, en tandas sucesivas, el Cuarteto D'Aida, ya reconocido a través de sus frecuentes presentaciones en los espacios estelares de la televisión, y un elenco donde se juntaban Frank Domínguez en el piano, César Portillo de la Luz en la guitarra, Salvador Vivar en el bajo, Rolando Laserie en las pailas y Dandy Crawford, el único cantante cubano que se presentaba insertando el recurso vocal del scat, en la interpretación de los más gustados standards de la música norteamericana. Yo, totalmente novata en aquel tránsito entre diciembre de 1956, a un año escaso de haberme iniciado en la creación de canciones,  no acerté a fijar más detalles de la percusión. Mi maestra Cuca, en uno de cuyos coros participaba yo como aficionada, conocedora de mi predilección por el estilo de música que allí se ejecutaba y el esplendoroso desfile de figuras importantes del momento que protagonizaban los shows, consiguió el permiso para que mis padres  dejaran que yo --de su mano--trasnochara. Entrando por la puerta de los artistas, me las arreglé para habilitar un sitio permanente en un murito cercano a la entrada del elenco a la pista desde donde pude devorar las actuaciones de June Christy, Tony Bennet y Sarah Vaughan y, como cosa especial, la presentación de Edith Piaff. Una noche, ya finalizando enero de 1957, logré pasar inadvertida para entrar al piano bar (práctica que conseguiría repetir bastantes veces) luego del show de la gran Sarah,  y fue cuando sonó en mis oídos la frase inocente de Renée Barrios con que inicié el relato de este episodio: "Ven para que conozcas a la voz grave del Cuarteto"

No se me olvida.


viernes, 2 de marzo de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)



Almendares, 2 de marzo de 2018

No sé qué nombre se ha asignado a este pequeño formato de calendario que vine marcando mis días buenos, malos y regulares desde 1995, uno de los recuerdos que trajo de México Elena para mí. Aprecio mucho ese momento en que se detuvo ante uno de esos yacimientos de pequeños objetos hechos a mano, más con oficio que con arte o digamos que haciendo buen uso del arte de tener oficio. Ella clavaba estos alfileritos en el corazón. Día por día, al darle vuelta a cada trocito para fijar la fecha, algo dentro de mí siempre dijo: Elena querida

El año 28 del siglo XX tiene que haber sido duro en nuestra tierra, y más todavía los siguientes con las atrocidades de los últimos momentos del machadato, cuando la pequeña Elena comienza a tener lo que en mi infancia llamaban "uso de razón", a la edad de cinco años. Yo nací después y todavía durante mucho tiempo escuché a mis mayores rememorar los días y días de comer solo harina de maíz. Yo misma no me explicaba por qué hablaban tanto y tanto de lo mismo. A veces he pensado que ese amor perenne por todo tipo de muñecos, por regalarlos con tanto gusto y amor, siempre poniéndoles nombre, le venía a Elena de no haberlos tenido en la infancia; igual me fijaba siempre en el detalle de que todo lo hacía como si fuera a ponerse a jugar. La veía verdaderamente como una niña que coloca las cosas con cuidado y sonríe en cada nueva ocurrencia, cambiando todo de lugar para verlo de otra forma, ordenando y clasificando los aretes, los pañuelos, los collares, los cassetes siempre con tanto agrado. Configurando y deshaciendo su pequeño ambiente como si jugara a las casitas. Todo aquel que estuviera a su lado, se sentía convocado y, dulcemente, incluido.

A sus diez años quién sabe qué música escuchaba; son cosas que no se cuentan mucho cuando pasa el tiempo pero me pregunto cómo se habrá sentido aquella  diminuta portadora de una musicalidad total, investida de un poderío que quién sabe cómo se movía dentro de su alma a la hora de enfrentarse al sonido,  provocando  sensaciones que quizás nunca describió a los demás. Elena sabía callar, sabía hablar, reír y hacer reír.

Canciones como Inolvidable, de Julio Gutiérrez, La vieja luna, de Orlando de la Rosa o No te importe saber, de René Touzet, llegaban a la vida cuando la pequeña entrenaba su memoria aprendiendo las cuatro reglas y codiciando cualquier pedazo de papel para perfeccionar el trazo, a sus escasos diez añitos.Pueden ser imaginaciones mías. Estas y muchas más. A mí también me gusta jugar. .

 Debe haber sido una niña preciosa.








 

martes, 27 de febrero de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

Almendares, 27 de febrero de 2018

Cinco años atrás un día como hoy, en vísperas de sus 85, ciertas pesadumbres me hicieron desear como nunca que Elena estuviera a mano. Tuve ganas de decirle cosas y así lo hice en esta especie de plegaria que titulé Elena querida. Pocas horas antes, había recibido con alegría la llamada de Malena confirmándome que estaba entre nosotros. Mis fuerzas y mi inspiración se redoblaron y algunos días después, siempre con mucho nervio, se la canté. En su concierto de abril de 2013 en Miami la estrenó. Existe un bello recuerdo de la interpretación que, más recientemente, compartió con Ivette Cepeda. Todo lo que digo en esta canción salió espontáneo, con una gran necesidad de no dejarlo guardado y hoy, a cinco años de aquella noche en vela donde la sentí más viva y cercana que nunca, la comparto aquí:

Quédate más tiempo en mis acordes
no abandones mis canciones,
ven a bendecirlas como entonces
cuando dicen a nacer

porque a esa hora reclaman
más fuerte que nunca
tu oído pegado a mi alma

y a duras penas consigo hilvanar
palabra con sonido,
así es que te pido:

Llena de intenciones mis silencios
Ilumina mis finales

Reina de los peces encontrados,
no me dejes encallar

Y que me asista tu voz
me anime tu voz
me ampare y proteja tu voz

hasta siempre en la vida,
Elena querida

 

lunes, 26 de febrero de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

Almendares, 26 de febrero de 2018

A escasas 48 horas de conmemorar el aniversario 90 de la llegada de Elena Burke a este mundo, y cuando ya estaba a punto de renunciar definitivamente al empeño de compartir el modo en que mejor podría hacerlo --pienso yo-- que es mediante la música o la palabra, retomo mi accidentado empeño en emplear el blog como la vía para dejar bien colgado, donde se vea por los muchos y los pocos, ahora que estoy y cuando ya no esté, todo lo que en ella vi, todo lo que por ella sentí, todo lo que recibió mi música desde su manera tan especial de acercarse al alma de un autor.

Mucho trabajo me está costando aprender a abrir la página, dejarme llevar por la fuente y el tamaño que quieran por sí mismos juguetear conmigo y, ya a punto de darlo todo por perdido, se me da un intento que no sé si va a ser el único, un poco a ciegas, dando brazadas como cuando no damos pie en lo hondo pero ya con la experiencia de que la calma es el camino para salir siempre a flote.

Me pregunto cómo habrá sido aquella niña que mantuvo de por vida el gusto por cualquier forma de muñequería, cómo habrá sido aquella chiquitica que desde el primer trazo sostuvo con buen pulso el lápiz y prestó la necesaria atención hacia la buena forma de escribir. Porque más que en frases habladas y caricias, declaró con finura su afecto en la carta breve desde algún sitio donde se sorprendiera extrañando a quienes quedaron atrás o en la permanente ilusión por la bella tarjeta en las festividades que a todos nos unen, a las que no hemos estado dispuestos a renunciar, que seleccionaba con ilusión, cargaba con alegría, desparramaba sobre la mesa y llenaba de esos trazos elegantes, de esas frases personalizadas en las que el destinatario reconocía el pedacito de su corazón que ella le había destinado para siempre.

Qué lindo su trazo llenando hoja por hoja de aquellas libretonas gordas de pasta que olían a promesa, con letras de canciones, con poesías que alguna vez eran propias y jugaban a los escondidos por entre las de otros. Dios nos concede esos detalles mínimos a ver si hacemos de ellos verdaderas partículas de eternidad y, cuando somos cuidadosos, aunque el cuerpo se vaya quedan ellos dando y dando.

Elena querida