Aniversario cerrado de Miriam Ramos: una cuenta abierta
El año 63 del siglo pasado avanzaba con todo el esplendor de una carroza, apuntando a un futuro colmado de luces que nuestros ojos avizoraban con el perfil de una tierra no precisamente “prometida” sino presta a dejarse conquistar a mano limpia, a golpe de creatividad y ganas.El año 63 nos trajo el privilegio de asistir a la llegada de la Canción de un festival, de César Portillo de la Luz, donde el amor --más allá de los contornos del corazón-- se alzaba, entre modulaciones y giros melódicos de aquellos que su autor siempre impulsó, rumbo a ese “volver a caminar las calles” y “volver a sentarme en los parques” demostrativos de una manera verdaderamente nueva de mirar, a la que –sin excepción-- sus contemporáneos no escapamos.
Como si no hubiera sido bastante la gloria de poder acercarnos en un mismo paseo a los sitios donde cantaban Doris de la Torre, Bobby Jiménez u Oscar Martin; donde descargaban Ela O’Farrill al frente de su grupo insigne, Frank Domínguez con su piano, Frank Emilio en solitario o en quinteto, el año 63 nos traía a esa Elena Burke que, junto a su inseparable Froilán o su Enriqueta Almanza, entraba y salía de sitio en sitio, de pista en pista, de escenario en escenario, de provincia en provincia. Todos ellos vivían convencidos de que, un solo día que no salieran a cantarle a la gente, podía hacer que el mundo se balanceara de manera imprudente ocasionando un cataclismo.
El año 63 añadió colores antes impensados, desde su calendario al mío, la tarde que Elena me dijo: “ven, que tienes que conocer a Pablito Milanés” y me llevó, casi de la mano, al club Karachi donde sentí que, al escuchar al muchacho cantando por primera vez para mí, yo me volvía una criatura única, fuerte, poderosa, feliz. En algún punto de ese calendario está inscrito el día en que Miriam Ramos fue aceptada por Serafín Pro, director del Coro Polifónico Nacional, para figurar --la más joven-- entre sus cantores.
Con la misma firmeza con que formó fila entre muchos, con ese cantar escuchando al otro, ese reverenciar la presencia incuestionable de una mano maestra y dejarse llevar por ella; con ese mirar la música tratando de descubrir el sentido profundo que nos acerca al creador que la animó; con ese formarse reconociendo la multiplicidad, la diversidad de expresiones y la presencia del estilo, la artista ha arribado a sus 55 años de entrega total a la música.
Atenta a los reclamos que su tiempo fue poniendo de tramo en tramo, Miriam Ramos tomó las riendas, trazó el rumbo y ha venido dejando pintado su nombre por dondequiera para los bien-entendidos amantes de ese componente monumental del patrimonio cubano que es el cancionero.
Cincuenta y cinco años de andar por nuestra vida musical a su manera, convocan a la precisión, al largo alcance y --sobre todo-- al sano espíritu que sitúa en la línea de lo posible la pretensión de lanzar la mirada hacia un “atrás” que queda –sí señor—lejos pero no tanto como para que no podamos decidirnos a abordarlo con toda la lucidez con que semejante camino a prueba de fuegos fatuos se abre ante nosotros, en favor de una conclusión ejemplarizante y, de veras, jubilosa.
Este aniversario cerrado nos emplaza como beneficiarios de una cuenta abierta donde caben lo mismo la expresión justa que la palabra linda o la flor tímidamente dibujada con un letrero que dice: “para Miriam Ramos, singular y perpetua, con gratitud y amor.”/