Elena y Frank Domínguez parecían hermanos, verdaderos aliados, a cualquier distancia que se encontraran, un hilo invisible los unía, posiblemente el gusto compartido por la misma manera de sentir la música. Ambos se presentaban cada noche en el Casino del cabaret Sans Souci, en el escenario que, a espaldas de la barra y a suficiente altura como para que los presentes pudieran disfrutarlos, alternaban el Cuarteto D'Aida y un grupo de futuras glorias de nuestra música: el vocalista era Dandy CRawford y el conjunto instrumental estaba conformado por Frank Domínguez en el piano, César Portillo de la Luz en la guitarra eléctrica, Salvador Vivar en el bajo y Rolando Laserie en las pailas.
Elena y Frank habían decidido mudarse a un sitio muy cerca del cabaret, a pocas cuadras del paradero de la ruta de ómnibus 43, en el barrio de La Lisa. No tardé den hacer amistad con mi admirado Frank; más que amistad, un verdadero sentimiento hondo, de esos que sobrepasan los límites de cualquier denominación en el orden afectivo. Renée, Elena y FRank han sido, desde el momento mismo en que comenzó a consolidarse nuestra amistad, verdaderos pilares que han dado fuerza y sentido a mi existencia.
Una escalerita conducía a la terraza del primer piso en la modesta edificación donde muy pegaditos, verdaderamente soldados, se alzaban dos apartamentos de tan estrecha dimensión que nunca antes, ni después, he encontrado diseño de vivienda similar. Una pequeña sala, un cuarto de baño y una cocina, locales donde resultaba impensable que permanecieran juntas más de dos o tres personas. No sé cómo puede haber subido a ese primer piso o entrado el piano al apartamento de Frank. Un ambiente muy especial, de casas donde verdaderamente se vive a gusto, caracterizaba la coexistencia de aquellos dos seres, cada cual en su nicho, que hacían de cualquier posibilidad de cuchicheo un acontecimiento delicioso, y calabaza calabaza, aquél a sus acordes y la otra a deshacer y rehacer las gavetas reubicándolo todo como si se avecinara una mudada, según fue su costumbre de por vida.
A la noche, emperchados, a bajar con cuidado la escalerita y remontar la calle de la esquina hasta la Calzada de La Lisa rumbo a la faena diaria, con esa ilusión incomparable que desata en todo aquél que hace de la noche día, la posibilidad de cerrar los ojos y pensar, por un momento, que el acorde y la palabra van a sonar más lindos hoy, y que eso es lo que, verdaderamente, cuenta. Aprendí con ellos esa forma de amor.
(Almendares, 21 de junio de 2018
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