lunes, 27 de agosto de 2018

 ELENA QUERIDA. (diario de navegación)
 Llegaba la hora del último acorde. Yo repasaba mil veces la letra, todos los movimientos sobre el brazo de la guitarra, trataba de que las ganas de llevarle la canción no me hicieran atropellar las palabras lastimando el sentido de la letra o emborronando la carga musical. Sí, porque a ella había que entrarle al corazón y a los oídos por la letra. Cualquiera hubiera pensado que aquella voz sólo quería lucirse. Siempre le llevaba escrita la letra bien clarita para que la fuera desmenuzando. 
La canción sonaba, y yo no miraba para ella sino que seguía hasta el final, y ella no miraba para mí sino que escuchaba y ni la letra leía; escuchaba con los ojos cerrados, y por aquellos oídos se iban fijando la melodía y la armonía.
 Nunca, en tantos años, sufrí el percance de que, una vez cantada la canción,  me pidiera que se la repitiera para aprenderla y repetirla y fijarla y meterla en su canto. Gracias a Dios, nunca sufrí ese revés. A la segunda repetición se me iba quitando el miedo y se me iba alegrando todo por dentro y, si no me controlaba, entonces sí que me ponía en peligro de equivocarme. 
No me decía si estaba bonita o fea pero fijaba para cuanto antes el momento de estrenarla. Recuerdo las citas casi inmediatas con Froilán en aquellos primeros tiempos y el milagro de ver ya a mi criatura con introducción y puente siempre inspirado para la guitarra. No me quedaba al ensayo, los dejaba solos, por discreción y --cómo negarlo-- por reservar un espacio para la sorpresa. 
Qué manera de entender por qué ésta nota y no otra; qué manera de sentir la necesidad del mismo acorde que yo había elegido para calzar una palabra o una frase cantada y, así, hacer más incisivo el reproche o más suave la sentencia, o más deshilachado ese amor que se hace trizas. 
Elena querida .
Almendares, 27 de agosto de 2018