lunes, 29 de octubre de 2018

BERTHA MARTÍNEZ / COMO UN INMENSO ÁRBOL DE LA VIDA (II)

Año 57 o 58. Me había leído una novela de Carlo Coccioli que me había inquietado mucho. Algún periódico anunciaba una obra de teatro suya. No es que yo hubiera escuchado algo acerca del Grupo Prometeo o de Francisco Morín, su director, o conociera de nombre a alguno de los actores del elenco pero, siempre, sentarme a recibir la experiencia de una representación teatral era un placer inmenso, y me había puesto en camino, más bien seducida por el autor.

Últimamente no me gusta venir por el Paseo del Prado en la misma dirección en que se caminaba para llegar a aquella salita, es decir, como quien va para el malecón. Me siento fuera de época;  me duele no poder posar la vista como acostumbré hacerlo de por vida a partir de esa noche cuando, ya cerca, al pasar por el sitio donde había estado radicada la emisora RHC, Cadena Azul,  suspiré muy oronda, saboreando esa pequeña colección de recuerdos que apenas estaba comenzando a construir.

He sobrevivido para colocarme en el punto exacto en que se unen en el recuerdo el episodio que viviría esa noche en Prometeo, punto de partida de una larga y nutrida historia que por aquel entonces estaba por vivirse y que hoy se funde con él formando parte de un pasado indefenso en su inmenso peligro de hacerse polvo, como parodiando los versos de Jorge Manrique: "y pues vemos lo presente/ cómo en un punto s'es ido y acabado/ si juzgamos sabiamente/daremos lo non venido por pasado".

Por fin llegué, pagué mi entrada, me acomodé en un lugar a gusto, nunca demasiado cerca del proscenio, y me dispuse a ver la puesta en escena de Beatriz Cenci, de Carlo Coccioli, protagonizada por una actriz joven de nombre Bertha Martínez, a quien desconocía por completo. El lenguaje de las luces cautivó mi atención, al igual que el nivel de actuaciones. Quedé convencida de que, en lo adelante, el aviso de una obra bajo la dirección de Fancisco Morín  sería una señal promisoria para mí. La actuación del personaje Beatriz y las escenas con su padre (asumido por Florencio Escudero) rompieron muchos de los moldes que perfilaban las rutinas a que me había visto acostumbrada.

 En realidad, aquella joven actriz no era una desconocida. Era yo quien ignoraba que sus actuaciones bajo la dirección de  Morín le habían ganado un prestigio entre los asiduos al buen teatro que se hacía en Cuba en aquel momento. La crítica más exigente le había otorgado algunos premios.

El nombre tan sonoro del reconocido escritor italiano que me había convocado esa noche a caminar Prado abajo, pasaría --para mí-- a ser un pretexto, un escalón apenas, rumbo al capítulo memorable en la historia teatral cubana donde aflora Bertha Martínez como un inmenso Árbol de la Vida.




(Almendares, 28 de octubre de 2018)