viernes, 23 de marzo de 2018

ELENA QUERIDA (diario de navegación)

Almendares, 23 de marzo de 2018

En poco tiempo, Renée y Elena se habían hecho amigas. Deben haber sido las tardes, en los momentos de descanso durante las sesiones de montaje y ensayos del cuerpo de baile bajo la dirección de Alberto Alonso en el área del cabaret y las del cuarteto en el pequeño escenario detrás de la barra en el bar del Casino de Sans Souci, cuando ese ángel de mi guarda en que se había convertido Renée le dio a conocer aquellas poquitas canciones que yo había compuesto cada vez con más gusto al escucharlas en su voz y empezar a darme cuenta de que no eran esos puros entretenimientos que al principio me había dado por fijar en mi memoria porque, desde la primera vez que escuché sonar la primera de todas desde la voz poderosa y el piano magnífico de esta muchacha a quien me habían recomendado como repertorista para un compañero del coro que se la quería aprender, ya ni los programas de música americana ni los discos favoritos ni --cosa rara-- los libros de poesía reclamaban mi atención sino llegar corriendo al rincón donde recostaba la guitarra y, una vez que todos en casa se habían ido a la cama, ponerme a juguetear bien bajito con las cuerdas por la pena que me daba y cuquear a la mente hasta que saltaba un pedazo de letra con música y todo y me caía como si fuera un chaparrón y aquello era lo de nunca escampar, tacha y escribe, escribe y tacha llevando la cuenta de la letra y los acordes y escuchando la melodía que se iba armando y puliendo dentro de la cabeza para que no me oyeran, porque no me daba la gana. 

    No se me olvida el día en que fui con mi amigo y la guitarra en la mano al edificio donde vivía Renée que no había llegado y la esperamos sentados en los escalones. Enseguida que llegó nos hizo pasar al cuarto donde tenía su piano, y cantarle yo con muchísima pena pero con ganas la canción y aprendérsela, fue una sola cosa. La idea era que la llevara al pentagrama para el repertorio del joven y se la enseñara y así lo hacía a toda velocidad pero, una vez que daba por terminada la sesión, decía a cantarla ella sola con aquel esplendor que, desde la primera vez que la criatura salida de mí me fue devuelta, no tuve otro remedio que decir para mis adentros: "yo hice una canción". Entonces corría a hacer otra y otra y no me alcanzaban los días y, al final, mientras el repertorio del joven contaba con solo una pieza,  el de Renée crecía (a la par de mi contentura).
    
    Con esa generosidad iba regando mis canciones, y la primera que las recibió fue su nueva amiga de los descansos en el cabaret. Yo me colaba por las noches gracias a mi querida Cuca Rivero, que tenía a su cargo los coros conformados por ella misma mediante una sabia elección de sus pocos integrantes para las piezas del show que requerían este elemento. Así tuvimos el privilegio de ver, en el frío diciembre de 1956, a Edith Piaff y en enero, entre otras luminarias que desfilaron por aquella pista, a Sarah Vaughan.

    "Ven para que conozcas a la voz grave del cuarteto"...me dijo Renée una de aquellas noches según ya he contado mil veces. Así pasamos poco a poco, de yo en mis escabullidas para mantenerme cerca del bar sin consumir ni agua, gracias a esa bendición del cielo que llamamos "la vista gorda" de quienes se encargaban de preparar y servir los tragos, como el dinero no entraba por la barra sino por la mesa de juegos donde el Bingo vaciaba los bolsillos de los jugadores, quién sabe si aquella imagen mía de maestra de colegio de monjas bebiéndose una a una cada nota musical del cuarteto o del irrepetible grupo de músicos que alternaban sus tandas, les resultaba inofensiva y hasta les daba a los del  bar el consuelo y la ilusión de contar con al menos un espectador para aquella música nada comercial que sonaba a todo lujo encima del escenario.
  
     Al principio ni nos mirábamos, luego como ella tenía por allá muy escondida una parte penosa y algo corta, y yo otro tanto, pasamos a una especie de saludo mirándonos como de lado y yo decía para dentro de mí: "yo creo que ella sabe que yo soy la de las canciones que Renée se pone a cantar". Una noche de esas especialmente intensas del cuarteto con su Ya no me quieres y su Profecía, al final de la tanda, cuando Aida se levantó y comenzó a retirarse seguida de las muchachas, la de la voz más grave me miró de una manera que me dio un poco de susto, me sonrió de lado a lado, se acercó al borde del escenarito que estaba detrás del espacio por donde se mueven los cantineros, me hizo un gesto para que me acercara y cuando me le paré delante se inclinó para alcanzarme algo. Era su primer regalo: una muñequita. Y yo me dije: "le gustaron las canciones".

    

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